Creo, ¡oh Espíritu Santo!, que siempre que desciendes sobre un alma, preparas allí la morada al Padre y al Hijo. ¡Bienaventurado aquel que es digno de hospedarte! Por Ti establecen en él su mansión el Padre y el Hijo. Ven, pues, ven, benignísimo consolador de las almas dolientes, protector en toda necesidad y apoyo en la tribulación. Ven, purificador de los pecados, médico de las heridas. Ven, fortaleza de los débiles, amparo de los caídos. Ven, maestro de los humildes. Tú que atemorizas a los soberbios. Ven, oh piadoso padre de los huérfanos, de las viudas juez clemente. Ven, esperanza de los pobres, refrigerio de los enfermos. Ven, estrella de los que navegan, puerto de los náufragos. Ven, oh Tú, adorno singular de los vivos, de los que mueren única salud.
Ven, santísimo Espíritu, ven y ten piedad de mí, revísteme de Ti, y escúchame propicio a fin de que, según la multitud de tus misericordias, agrade mi pequenez a tu grandeza, mi debilidad a tu fortaleza, por Jesucristo mi Salvador, que con el Padre vive y reina en tu unidad, por los siglos de los siglos.
Amén.