¡Oh, Espíritu Santo! Con sabiduría eterna fuerzas dulcemente, sin quitarles la libertad, a las criaturas racionales que quieren recibir tus dones. Llamas al corazón de todos, pero llamas calladamente, para que cada uno se disponga a recibir estos dones. Vas cantando suavemente con dulce llanto. Vas gozando, llorando y buscando que todos se dispongan a recibirte. Que el entendimiento admire, la voluntad se dé cuenta y la memoria atienda tu bondad inmensa. ¡Oh Espíritu Santo, que te infundes a Ti mismo y a tus dones en el alma! ¡Oh Espíritu procedente del Padre y del Verbo!, te infundes al alma de modo tan suave que no es notado y, no siendo notado, es estimado por pocos. Sin embargo, además de tu bondad, Tú infundes al alma la potencia del Padre y la sabiduría del Hijo, y el alma, hecha tan poderosa y sabia, es apta para llevarte en su interior como dulce huésped, acariciándote y comportándose de modo que Tú te complazcas en ella y no te separes más.